Entiendo a quienes afirman que la formación de los trabajadores es una “inversión”. Admito y comparto la intención prospectiva de esa calificación porque la experiencia demuestra que muchas veces se forma a los trabajadores pensando en lo que vendrá. Y aplaudo, también, el propósito dignificante de esa propuesta argumental (“gasto” parece aludir a lo ineficiente, lo accesorio, lo consuntivo… “inversión” nos sitúa mentalmente en el futuro, en la solidez, en la rentabilidad).
Alfonso Luengo, Director Gerente de la Fundación Tripartita para la Formación en el Empleo
Entiendo a quienes afirman que la formación de los trabajadores es una “inversión”. Admito y comparto la intención prospectiva de esa calificación porque la experiencia demuestra que muchas veces se forma a los trabajadores pensando en lo que vendrá. Y aplaudo, también, el propósito dignificante de esa propuesta argumental (“gasto” parece aludir a lo ineficiente, lo accesorio, lo consuntivo… “inversión” nos sitúa mentalmente en el futuro, en la solidez, en la rentabilidad).
Muy probablemente, yo mismo haya incurrido en ese error argumental en mis actos y declaraciones de apología de la Formación y estoy dispuesto, asimismo, a matizar mi propio planteamiento actual a la vista de las magníficas (aunque limitadas) experiencias que para algunos Directores de RRHH ha supuesto la implantación en sus empresas de sistemas de medición del “Return of Investment” que les proporcionan su gasto en formación.
Hoy pienso que calificar con carácter general la formación como “inversión” es reduccionista y, aunque bienintencionado, perjudicial para situar a la Formación Profesional de los trabajadores al nivel de su justa importancia. El gasto en formación, es un gasto presente, ineludible e improrrogable. Y su precio, además, es muy bajo cuando lo medimos en términos de oportunidad.
Pensemos en el alumno: Aunque su Formación Profesional inicial reglada se desarrollará sobre la base de una expectativa personal distinta a la que anima al alumno de enseñanza “Superior”, ambos compartirán probablemente la dimensión del tiempo de sus expectativas (“Me formo porque quiero ser… porque seré…”). Por contra, el trabajador en activo (mecánico o ingeniero) realizará un curso para su formación continua porque siente la necesidad presente de actualizar sus competencias iniciales en el terreno práctico de su oficio o profesión (sabe que, si no se recualifica, quedará fuera de la hora concreta de su oficio o profesión). En el trabajador desempleado o con perspectivas de reconversión sectorial esa pulsión se da aun con más intensidad por razón de su dramática situación personal.
¿Y el mundo empresarial?
Algunas de las grandes patronales de este país tienen más experiencia y recursos formativos propios que muchas de las grandes y prestigiosas entidades de Formación Profesional reglada públicas y privadas. La creación de infraestructuras y organizaciones formativas y la extensión entre sus asociados de una cultura de la formación están en la misma lógica histórica de su existencia porque para las empresas a las que representan y dan servicio esas patronales la Formación continua nunca ha sido una opción, sino nada más y nada menos que una necesidad.
En cuanto a las empresas, en plural, (es decir, una a una, consideradas), la interrupción de los procesos formativos en muchas de ellas puede tener los mismos efectos en el corto plazo que, por ejemplo, el corte del suministro eléctrico. A medio plazo, la ausencia de una formación continua sistematizada en los sectores intensivos en el uso de bienes de equipo degradaría insoportablemente su competitividad y ello abocaría a la desaparición de las empresas por inadaptación de las competencias profesionales de sus técnicos.
Aterrizando argumentalmente en el otro extremo de la pista, diré que se conocen decisiones de gasto consuntivo de grandes empresas en acciones formativas que acaban proporcionándole más especialistas de los necesarios, algunos de los cuales acabarán trabajando en la competencia y también decisiones de gasto inmediato en formación desvinculadas totalmente de su posible recuperación parcial por vía de bonificaciones o subvenciones. No es que a esas empresas les sobre el dinero, es que no pueden asumir el riesgo de perder o degradar una línea de negocio o de producto por la falta de cualificación sobrevenida de sus profesionales. Si el gasto en seguros no es una inversión, tampoco lo es para estas empresas el gasto en formación.
Según la teoría económica invertir es “situar capital” (yo diría, tiempo y esfuerzo de aprendizaje, en el caso de un trabajador) con la esperanza de obtener alguna rentabilidad futura. Entonces, las decisiones de aplicación de recursos en la formación antes comentadas podrían calificarse como de puro “gasto”, algo que rechazan bienintencionadamente los defensores de la Formación profesional. Pero esas son las decisiones que se toman en el mundo real y por ello, en este entorno complejo y globalizado, en esta Economía cambiante, la formación no puede situarse conceptualmente en la rentabilidad o la expectativa sino, sobre todo, en la perspectiva implacable de la supervivencia. La formación es el mejor seguro para cubrirnos de un riesgo inminente en un mundo incierto y es por ello un gasto improrrogable y a veces, algunas veces, una magnífica inversión.
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